jueves, 14 de junio de 2012

La reina que perdió un marido y conservó una cabeza


Fuente: EL PAIS

Tereixa Constenla
14/06/2012
Giles Tremlett tiene algo a favor para trazar un retrato desapasionado de una reina, cuya vehemencia alteró la historia: es agnóstico. Catalina de Aragón (1485-1536) pasó a la posteridad con trazos gruesos y deformes. “Más que de la nacionalidad del biógrafo, su visión ha dependido siempre de la religión de los historiadores. Para los católicos es una santa y para los anglicanos, una papista además de mentirosa”, afirma Tremlett, autor de una nueva biografía sobre la infanta española que reinó en Inglaterra y se enfrentó a los deseos del mayor decapitador de cabezas conyugales que ha reinado en Europa, Enrique VIII.

Hay otro aspecto que también equilibra la balanza. Tremlett es un británico que reside desde los noventa en España, como corresponsal de The Guardian. Está al tanto de lo mejor y lo peor de ambos mundos, también de la polarización con la que se ha abordado la figura de la hija de los Reyes Católicos. “Siempre había tenido a Catalina por una persona tímida, pasiva y piadosa, pero Shakespeare la pinta como una mujer fuerte y orgullosa en una de las escenas más impactantes de su obra Henry VII”. Le intrigó ese desajuste y, tras una investigación en archivos ingleses, españoles e italianos, está convencido de que la reina se parece más al retrato literario de Shakespeare que al de muchos historiadores. “Quería corregir la injusta percepción de ella como víctima pasiva de su marido cuando, realmente, tuvo un papel importante en la política inglesa y europea de entonces. Ella sabía perfectamente lo que hacía y tomaba sus decisiones teniendo siempre en cuenta cuáles podrían ser las consecuencias para ella, para Inglaterra y para España”, sostiene el autor de Catalina de Aragón. Reina de Inglaterra, publicado por Crítica.

Catalina de Aragón fue educada para casarse con un heredero, una pieza más en la política matrimonial de los reyes Isabel y Fernando, todopoderosos monarcas de la época. Pese a las rigideces protocolaria y religiosa, las infantas recibieron una formación notable de la mano de Beatriz Galindo y de tutores italianos. “Eran muy cultas, bastante más de lo que se esperaba de la mayoría de las princesas europeas que eran tratadas como moneda de cambio por sus padres”, señala Tremlett. Sabía latín, conocía a los humanistas (acabaría siendo amiga de Luis Vives e impresionando a Erasmo), pero en aquella corte poderosa y nómada –se sucedían los viajes en mula y caballo-, también se empapó de un atmósfera intolerante, donde los autos de fe se habían convertido en espectáculos públicos.

En la Alhambra, tras la expulsión de los reyes nazaríes, vivió los años más estables de su infancia y adolescencia. El biógrafo contrasta la luminosidad y belleza del palacio granadino con el Londres oscuro y hediondo que encontró la infanta, cuando llega para casarse con el heredero del trono, el príncipe Arturo, en 1501. Lo que sucedió entre ambos tras la boda se convirtió a la postre en un asunto capital, al fallecer el príncipe de Gales y convertirse en la prometida de su hermano y sucesor, Enrique.

Los ocho años que mediaron entre ambas bodas fueron tenebrosos por la falta de dinero, motivada por el pulso entre dos avaros: su suegro, Enrique VII, y su padre, Fernando de Aragón, que se resistía a enviar la dote para los segundos esponsales. Catalina vendió tantas joyas y vajillas que “ya no podía costearse sus elevadas necesidades”. El tormento finalizó súbitamente con el fallecimiento del rey inglés. Su hijo de 16 años decidió casarse de inmediato con su cuñada Catalina, de 23. “En comparación con su boda anterior, hubo cierta clandestinidad en la unión”, destaca el biógrafo. Sin embargo, tras ella llegó la fiesta. Catalina y Enrique vivían felices entre justas, torneos, fiestas y encuentros nocturnos. Pero la reina también tuvo un papel político: medió entre España e Inglaterra –dinamitado tras sucesivas traiciones de Fernando el Católico-, llegó a encabezar una ofensiva militar contra los escoceses mientras su marido hacía la guerra contra Francia y gobernó como regente. En 1516, tras varios abortos y bebés fallecidos, nació María, la única hija de la pareja.

Catalina decidió hacer la vista gorda ante los devaneos sexuales de Enrique cuando comenzaron a llegar a sus oídos. Gestionó sus celos mejor que su hermana Juana hasta que al rey no le bastaron los escarceos. Tras 18 años de matrimonio –con su popularidad en aumento- Enrique VIII, deseoso de tener un heredero varón y un placer abierto con una sofisticada dama de su esposa llamada Ana Bolena, decidió plantar sobre la mesa la anulación del matrimonio por un problema de conciencia: ¡se había casado con la viuda de su hermano!

“Si Catalina hubiese aceptado el divorcio”, explica Giles Tremlett, “o el Papa se lo hubiera permitido, Enrique habría seguido siendo un católico muy fiel”. Sin la feroz resistencia de la española, es dudoso el nacimiento de la iglesia anglicana. El biógrafo opina que, como mínimo, no sería “tal y como existe hoy día con la reina de Inglaterra todavía como su jefa suprema”. Y aunque Catalina rozaba el fundamentalismo religioso –“no le habría importado morir como mártir”- , Tremlett niega que estuviese desequilibrada. “Era muy tozuda y algo perfeccionista. Su actitud impresionó a muchísima gente y asustó tanto a Enrique que no se atrevió a hacer lo que luego haría con sus otras mujeres (o sea, matarla)”.

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